Son frecuentes las confusiones y dudas acerca de si las instituciones (nacionales, regionales y globales) han tomado medidas efectivas para que la crisis financiera de 2007-08 no se vuelva a repetir. La cuestión no se resuelve con un sí o un no lacónicos. Es más compleja. Se han tomado algunas medidas coordinadas a nivel internacional y muchas nacionales desconectadas, pero ni todas han tenido el efecto deseado ni se han tomado todas las que se comprometieron mientras cundía el pánico. Ahora, en un ambiente de cierto sosiego, ocho años después de la quiebra de Lehman Brothers y con la economía dando muestras de cierta (aunque irregular) recuperación, conviene hacer un balance de lo que se ha hecho (y de lo que no) para regular el funcionamiento del sistema financiero global y evitar la recaída.

Fotografía de Nivaldo Pereira
Fotografía de Nivaldo Pereira

La crisis de 2007-08 es la más importante y devastadora que ha sufrido el mundo tras el Crac del 29. Se dice que el terremoto con epicentro en Wall Street acabó sacudiendo la Main Street, en un juego de palabras que confronta el origen financiero de la crisis y sus consecuencias en la economía real, la de la calle, la de las personas. El PIB de las economías avanzadas cayó en 2009 por debajo del 3% arrastrando a los países emergentes que, pese a aguantar mejor el impacto, no consiguieron evitar que la cifras de crecimiento mundial se tiñeran de rojo[1] (Tugores, 2010: p. 45-46).

Entre las principales causas del crac financiero encontramos: grandes inestabilidades en la balanza de pagos de algunos países; políticas económicas inadecuadas que agudizaron los desequilibrios; graves deficiencias en la regulación del sistema financiero, cada vez más dado a operaciones especulativas y de alto riesgo; la creciente desigualdad en la distribución de la renta; etc. El carácter multicausal y extremadamente complejo de la crisis se refleja en las dificultades para establecer un diagnóstico consensuado que permita tomar medidas coordinadas (Véron, 2014: p. 2).

En cualquier caso, ante la gravedad de las consecuencias inmediatas de la crisis (restricción del crédito, cierre de empresas, aumento del desempleo, pobreza…), los países tomaron, de forma generalizada, tres tipos de medidas fiscales de urgencia. En primer lugar, las automáticas, que se concretan sobre todo en los subsidios de desempleo. Esto aumentó el gasto público, sobre todo en los países con un fuerte Estado de bienestar, al tiempo que se reducía la recaudación fiscal por el parón económico. Todo esto ocurría sin necesidad de que los Gobiernos hicieran nada. En segundo lugar, las discrecionales, que son políticas impulsadas como respuesta a la situación de crisis. Aquí entran las medidas recogidas en los paquetes de estímulo, de corte Keynesiano, que se aplicaron en los primeros años tras el crac. En tercer lugar, los rescates multimillonarios a empresas y sectores que “no podían dejarse caer”. En 2012, según Arcadi Oliveres, ya se había dado a los bancos 4,6 billones de euros, 92 veces más de lo que haría falta para erradicar el hambre en el mundo.

Estas primeras medidas de socorro y de estímulo nos salvaron, según afirmó Paul Krugman en un artículo titulado “Deficits save the world”, de caer en una segunda Gran Depresión. Sin embargo, dieron lugar a un espectacular incremento de la deuda y a déficits públicos que se intentaron atajar, a partir de 2009-10, con un retorno a las políticas de austeridad de la ortodoxia (Berzosa, 2010: p. 278). Estos ajustes de corte neoliberal han agravado los impactos sociales de la crisis y han desatado encendidos debates sobre su eficacia en el relanzamiento de la economía, la resolución de los problemas de deuda pública y la creación de empleo.

Pronto se vio que la crisis era un problema de una envergadura global y que sus soluciones, por tanto, debían coordinarse también a nivel internacional. En un primer momento surgieron dos posibles foros con propuestas confrontadas. Por un lado se planteaba centralizar las discusiones en las Naciones Unidas (NNUU), partiendo de una ambiciosa serie de reformas propuestas por una Comisión de Expertos presidida por el Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Y por el otro lado estaba el Grupo de los 20 (G20), [2] que iba con una agenda más limitada. EEUU insistió en utilizar esta segunda fórmula (Véron, 2014: p. 3). Finalmente, el G20 se llevó el gato al agua y acabó integrando propuestas de la Comisión Stiglitz como una forma de legitimarse, pese a que inicialmente estas agendas tenían importantes diferencias (Sánchez Gutiérrez, 2014: p. 6-10).

Aunque el G20 existía desde 1999, la Cumbre de Washington de noviembre de 2008 fue la primera de carácter extraordinario que contó con los Jefes de Estado y de Gobierno de los líderes reunidos, incluidos invitados como España. El G7, el G8 y el G8+5 quedaron desplazados ante el Grupo de los 20, mucho más adecuado para afrontar una crisis de dimensiones globales, al integrar a países de todos los continentes y, concretamente, a las economías emergentes, cuyo peso es cada vez más importante (Tugores, 2010: p. 61). En conjunto, el G20 es responsable del 90% del PIB mundial, del 80% del comercio internacional y de dos terceras partes de la población global (Sánchez Gutiérrez, 2014: p. 3-10).

Algunas de las afirmaciones recogidas en los comunicados de las tres primeras cumbres del G20 (Washington, Londres y Pittsburgh), celebradas entre 2008 y 2009, dan cuenta de la importancia que se dio a la cooperación internacional, de la gran trascendencia con la que se afrontó la crisis y del peso que se otorgó a las finanzas, por encima del comercio o la macroeconomía en general. Los líderes reunidos en 2008 en Washington se plantearon “trabajar juntos para restablecer el crecimiento global y alcanzar las reformas necesarias en los sistemas financieros del mundo”. En Pittsburgh se calificó la situación como “el mayor desafío en la economía mundial en nuestra generación” y las primeras medidas de respuesta como el “mayor y más coordinado estímulo fiscal y monetario jamás adoptado” (Tugores, 2010: p. 60-61).

Sin embargo, como veremos, si bien la retórica inicial se decantaba por dar una respuesta única, supranacional, inspiradora y contundente (“Una crisis global exige una solución global” y la “prosperidad es indivisible”), tan pronto como se disipó la sensación de pánico que dominó los años 2008 y 2009, el escepticismo empezó a calar en el G20 y la agenda de reformas ha acabado siendo una lista de medidas que destacan por su incoherencia. Uno de los problemas de base es que no existe consenso en el diagnóstico de la crisis, por lo que, lógicamente, tampoco hay acuerdo sobre el tratamiento (Véron, 2014: p. 2; Sánchez Gutiérrez, 2014: p. 50).

En todo caso, se han llevado a cabo múltiples iniciativas con el objetivo de superar las debilidades del sistema financiero internacional y evitar que se repita el desastre de 2007-08. A continuación analizaré las que, a mi juicio, han sido las medidas más importantes, partiendo de las reflexiones y valoraciones de Juan Tugores (2010), Christine Lagarde (2013), Nicolas Véron (2014) y Marlén Sánchez Gutiérrez (2014).

Principales medidas para superar las debilidades del sistema financiero internacional

En primer lugar, como se hizo evidente desde muy temprano, el G20 debía tener una infraestructura institucional para llevar a cabo un seguimiento de los compromisos. Convirtió el Foro de Estabilidad Financiera (FSF, por sus siglas en inglés) en el Consejo de Estabilidad Financiera (FSB, en inglés) y le otorgó un papel central en la coordinación internacional de las políticas de supervisión y regulación del sistema financiero. Además, durante estos años se han creado algunas instituciones complementarias como el Grupo Regulador de Derivados OTC (ODRG, en inglés) y la Fundación Global de Identificación de Entidad Jurídica (GLEIF, en inglés). Ambas se ocupan de mejorar la evaluación y gestión del riesgo en los mercados financieros (Véron, 2014: p. 4-6). El ODRG, por ejemplo, pone el foco sobre los derivados On The Counter (OTC), que son instrumentos financieros negociados en mercados extrabursátiles sin control que fueron señalados como uno de los motivos de la crisis.

Igual que el FSF, el FMI y otros organismos internacionales fueron reformados para integrar de forma más justa a toda la pluralidad de países existentes y para que tuvieran un papel relevante frente a los nuevos retos (Véron, 2014: p. 4-6). Sin embargo, según Nicolas Véron (2014: p. 7), estas instituciones carecen de una aceptación lo suficientemente amplia. Por un lado porque Europa tiene una representación excesiva en estos organismos, mientras otros países del mundo, y particularmente China, están infrarrepresentados. EEUU y Europa controlan la mayoría de organizaciones internacionales, por lo que su aparente minoría en el G20 no es indicativa, según Sánchez Gutiérrez (2014: p. 5-6), de un mayor peso de las economías emergentes. Por otro lado, dice Véron (2014: p. 7) que la debilidad de las instituciones globales en el control del sistema financiero se traduce en falta de autoridad.

Los Estados todavía tienen un papel esencial, aunque limitado en la práctica frente al poder de los grandes bancos, lo que lleva a Tugores (2010: p. 65-67) a cuestionarse quién disciplina quién, si los Gobiernos al sector financiero o al revés. En ese sentido, Simon Johnson, que fue economista jefe del FMI entre 2007 y 2008, dice en un revelador artículo titulado “El golpe de Estado silencioso«, que la industria financiera de EEUU ha secuestrado al poder político. El matrimonio oligarquía-Gobierno no solo contribuyó a provocar la crisis, sino que impide que se hagan las políticas necesarias para regular el sistema financiero.

En segundo lugar es importante la intención formulada por los líderes del G20 de mantener abierto el sistema comercial y financiero internacional. El compromiso con “una economía mundial abierta basada en los principios del mercado” fue expresado en la Cumbre de Londres (Tugores, 2010: p. 62). No obstante, incluso si los Estados no tienen intención de poner barreras, la integración financiera transfronteriza está limitada por la debilidad y la fragmentación de las autoridades globales. Un ejemplo de esta paradoja es, según Véron (2014: p. 7-8), el impacto que las diferentes regulaciones de los países podrían tener sobre la coherencia global de la actividad de las agencias de calificación crediticia. Otro tema es si estas regulaciones serán capaces de mejorar el nefasto papel que estas agencias de rating han tenido antes y durante la crisis, pasando de evaluar con excesivo optimismo a determinados países (Grecia) y empresas (Enron, Lehman Brothers) a hacerlo con una severidad sospechosa (España).

En tercer lugar son interesantes las declaraciones que se hicieron en las tres primeras cumbres del G20 a favor de corregir desequilibrios, como una forma de lograr “un crecimiento fuerte, sostenible y equilibrado” (Tugores, 2010: p. 62). Se había normalizado la convivencia de países con grandes déficits por cuenta corriente con otros excesivamente superavitarios, lo que se considera un foco de inestabilidad que estuvo detrás del estallido de la crisis y que se debe atajar. En 2013, la directora del FMI Christine Lagarde (2013) advirtió de que los desequilibrios se habían corregido gracias a la contracción de la demanda de los deficitarios, pero que los dos gigantes superavitarios debían hacer más. Sus recomendaciones, todavía de actualidad, eran que Alemania debía aumentar la inversión y China tenía que continuar potenciando el consumo interno y el sector servicios.

En cuarto lugar, el Grupo de los 20 tuvo claro que la mejor manera de prevenir una futura crisis era reforzar el marco de regulaciones y supervisiones que aseguraran la estabilidad del sistema financiero internacional. Véron (2014: p. 4) establece dos tipos de regulaciones. Por un lado las que afectan a actividades o entidades ya reguladas antes de la crisis, como Basilea III, que aumenta las exigencias de capitalización y liquidez y establece un coeficiente de apalancamiento a los bancos (que existía en EEUU, pero no en el resto del mundo), o como la imposición de pérdidas a los acreedores de instituciones financieras de importancia sistémica (SIFI, en inglés) o Too Big To Fail (TBTF) en caso de resolución.

Las entidades TBTF suponen un riesgo potencial para el sistema financiero internacional. Para evitar las externalidades negativas, entre las que destacan, a mi juicio, los multimillonarios rescates con dinero público, se pueden aplicar dos tipos de medidas: las regulaciones, supervisiones y resoluciones controladas, por un lado, y los límites estructurales de tamaño y alcance de sus actividades (Viñals, 2013: p. 5).

Por otro lado están las regulaciones de entidades o actividades que hasta la crisis habían estado al margen de todo control. Aquí entran las medidas que regulan las agencias de calificación, los derivados OTC o el shadow banking, que son organizaciones que hacen el papel de intermediarios financieros, pero no son legalmente bancos y, por tanto, no están sujetos a las normas de estos. Han proliferado sobre todo en occidente en los años previos a la crisis y mueven una tercera parte de los recursos que gestionan los bancos. La falta de regulación los llevó a correr más riesgos, contribuyendo a desestabilizar el sistema financiero, a veces, dando lugar a sonadas estafas como la del Fórum Filatélico. En la mayor parte de estos ámbitos faltan avances: se siguen comercializando productos financieros de alto riesgo (Lagarde, 2013) y, como ya habíamos visto, los marcos normativos para las agencias de rating carecen de coordinación internacional (Veron, 2014).

La coordinación internacional no ha sido uno de los mayores éxitos del G20. Fracasa con frecuencia tras los momentos de emergencia mundial, en los que se regresa rápidamente al politics as usual, esto es, que la política vuelve a priorizar los problemas domésticos (Tugores, 2010: p. 61). En este sentido, cabe destacar los esfuerzos baldíos del Grupo de los 20 en cuanto a la armonización de la contabilidad. Si bien ha habido algunos éxitos notables, como las mejoras en la circulación y coherencia internacional de datos estadísticos para poder estudiar y comparar los sistemas financieros (Véron, 2014: p. 3-6).

Un balance general sobre las reformas del G20 ofrece luces y sombras. Como hemos visto, ha habido iniciativas que han contribuido al fortalecimiento y la estabilidad del sistema financiero. Sin embargo, queda mucho por hacer. Es imperativo que la banca abandone las operaciones especulativas y cortoplacistas que nos trajeron la crisis y vuelva a la que debe ser su función primordial: captar ahorro y canalizarlo a la economía productiva. No obstante, se aprecia un cierto estancamiento en la agenda de reformas que no parece capaz de recuperar el impulso necesario sin que volvamos a alguna indeseable situación de emergencia financiera internacional.

Más importante es que el entramado institucional no permite hablar de un sistema financiero adecuadamente integrado y regulado a nivel mundial. Si bien las medidas de coordinación internacional no tienen precedentes, están muy lejos de ser las idóneas. Deben superarse los márgenes de los Estados y reforzar el poder y la legitimidad de los organismos globales en dos sentidos: democratizándolos para garantizar que responden a los intereses de la mayoría de los ciudadanos del mundo y transfiriéndoles recursos y competencias de los países para que puedan hacer frente a las resistencias de los grandes poderes privados que, desde finales del siglo pasado, han campado a sus anchas.

 

REFERENCIAS

Berzosa Alonso-Martínez, Carlos (2010): “Reseña de Crisis, lecciones aprendidas… o no”, en Revista de Economía Crítica, nº 10. En línea: http://www.revistaeconomiacritica.org/sites/default/files/revistas/n10/14.pdf [Última consulta: 20 de junio de 2015]

Lagarde, Christine (2013): Las medidas de política internacionales necesarias para mantenerse por delante de la crisis. En Club Económico de Nueva York, Nueva York. En línea: http://www.imf.org/external/spanish/np/speeches/2013/041013s.htm [Última consulta: 20 de junio de 2015]

Sánchez Gutiérrez, Marlén (2014): El G-20 y la reforma de la arquitectura financiera internacional: mitos y realidades. Centro de Investigaciones de Economías Internacional (CIEI). En línea: http://biblioteca.clacso.edu.ar/Cuba/ciei-uh/20140314050503/NAFI.pdf [Última consulta: 22 de junio de 2015]

Tugores, Juan (2010): Crisis, lecciones aprendidas… o no. Madrid: Fundación Centro de Estudios Internacionales/Marcial Pons.

Véron, Nicolas (2014): “The G20 financial reform agenda”. En Bruegel Policy Contribution, nº 2014/11. En línea: http://www.bruegel.org/publications/publication-detail/publication/849-the-g20-financial-reform-agenda/ [Última consulta: 20 de junio de 2015]

Viñals, José, et al. (2013): Creating a Safer Financial System: Will the Volcker, Vickers and Liikanen Strcutural Measures Help? IMF Staff Discussion Note. En línea: http://www.imf.org/external/pubs/ft/sdn/2013/sdn1304.pdf [Última consulta: 20 de junio de 2015]


 

[1] El PIB mundial pasó de crecer el 5,2% y el 3% en 2007 y 2008, respectivamente, a caer el 0,8% en 2009.

[2] Al contrario de lo que se suele decir, el G20 no se creó con motivo del estallido de la crisis de 2007-08, sino casi diez años antes, como un foro de discusión sistemático de la Nueva Arquitectura Financiera Internacional (NAFI) impulsada en 1998 por las Instituciones de Bretton Woods (IBW) para reformar el sistema financiero tras las crisis de los años 90. En ese foro se han reunido anualmente desde 1999 los Ministros de Hacienda y los Gobernadores de Banco Central de las ocho grandes economías industrializadas (Alemania, Francia, Estados Unidos, Japón, Canadá, Italia, Gran Bretaña y Rusia) y de las once economías emergentes (Argentina, Australia, Arabia Saudita, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Sudáfrica y Turquía), además de la Unión Europea (UE) (Véron, 2014: p. 2; Sánchez Gutiérrez, 2014: p. 3-6).